Esta playa recibió el nombre de Roque de las Bodegas por haber en ella un roque, que por cierto, son muy abundantes en la zona debido a la acción erosiva del mar en los acantilados.
Y también por haber en sus inmediaciones bodegas dónde se guardaba el famoso vino de Taganana muy apreciado en la Europa de los siglos XVII y XVIII, al igual que otros caldos de las islas.
Los navíos de Flandes y de Inglaterra visitaban el lugar con el fín de proveerse del preciado líquido. Un cartel
informativo nos cuenta como lo transportaban hasta los barcos que dejaban fondeados en el exterior de la bahía: se aproximaban a la costa en pequeñas lanchas. En las bodegas compraban el vino, pero.... ¿cómo lo llevaban hasta sus navíos? pues sencillamente amarraban las barricas con
cuerdas y las echaban al mar. Desde sus botes iban tirando de ellas
hasta alcanzar de nuevo el velero y ya allí eran subidas al mismo.
Esta playa generalmente, al igual que todas las de la zona, tiene un fuerte oleaje que es aprovechado por los surfistas para practicar este deporte y hacer gala de sus habilidades. Pero hoy nos encontramos con una playa en calma y sin olas.
Estuvimos hablando con unos pescadores que echaban de menos una mar revuelta pues es indispensable para tener una buena pesca, nos dijeron. De todas maneras ellos seguían intentándolo poniendo en sus cañas caballas como carnada y esperando a que picara algún abadejo.
Queríamos ver la puesta de sol pero no estuvo muy espectacular ya que el
día estaba nublado. Eso sí, la marea estaba baja y dejaba al
descubierto una maravillosa playa de arena negra.
Cuando el negro de la noche lo cubrió todo, fue una delicia contemplar las luces de los caseríos, apiñados, en lo alto de los riscos.
En fín, uno de los tantos lugares mágicos que guarda nuestra isla.