Estos párrafos son parte del discurso de ingreso en La Real Academia Española, de Miguel Delibes en el año 1973.
El discurso se titula "El sentido del progreso desde mi obra" y a pesar de haber sido escrito hace cerca de 40 años, sigue siendo, desgraciadamente, una realidad.A la vista de los papeles garrapateados por mí hasta el día no necesito decir que el actual sentido del progreso no me va, esto es, me desazona tanto que el desarrollo técnico se persiga a costa del hombre como que se plantee la ecuación Técnica-Naturaleza en régimen de competencia. El desarrollo, tal como se concibe en nuestro tiempo, responde, a todos los niveles, a un planteamiento competitivo. Bien mirado, el hombre del siglo XX no ha aprendido más, que a competir y cada día parece más lejana la fecha en que seamos capaces de ir juntos a alguna parte. Se aducirá que soy pesimista, que el cuadro que presento es excesivamene tétrico y desolador, y que incluso ofrece unas tonalidades apocalípticas poco gratas. Tal vez sea así: es decir, puede que las cosas no sean tan hoscas como yo las pinto, pero yo no digo que las cosas sean así, sino que, desgraciadamente, yo las veo de esa manera. Por si fuera poco, el programa regenerador del Club de Roma con su fórmula del "crecimiento cero" y el consiguiente retorno al artesanado y "a la mermelada de la abuelita", se me antoja, por el momento, utópico e inviable. Falta una autoridad universal para imponer estas normas. Y aunque la hubiera: ¿cómo aceptar que un gobierno planifique nuestra propia familia? ¿Sería justo decretar un alto en el desarrollo mundial cuando unos pueblos -los menos- lo tienen todo y otros pueblos -los más- viven en la miseria y en la abyeción más absolutas? Sin duda la puesta en marcha del programa restaurador del Club de Roma exigiría unos procesos de adaptación éticos, sociales, religiosos y políticos que no pueden improvisarse. O sea, hoy por hoy, la Humanidad no está preparada para este salto. Algunas gentes, sin embargo, ante la repentina crisis de energía que padece el mundo, han hablado, con tanta desfachatez como ligereza, del fin de la era del consumismo. Esto, creo, es mucho predecir. El mundo se acopla a la nueva situación, acepta el paréntesis; eso es todo. Más, mucho me temo que, salvadas las circunstancias que lo motivaron, la fiebre del consumo se despertará aún más voraz que antes de producirse. Cabe, claro está, que la crisis se prolongue, se haga endémica, y el hombre del siglo XX se vea forzado a alterar sus supuestos. Más esta alteración se soportará como una calamidad, sin el menor espíritu de regeneración y enmienda. En este caso, la tensión llegará a hacerse insoportable. A mi entender, únicamente un hombre nuevo -humano, imaginativo, generoso- sobre un entramado social nuevo, sería capaz de afrontar, con alguna posibilidad de éxito, un programa restaurador y de encauzar los conocimientos actuales hacia la consecución de una sociedad estable. Lo que es evidente, como dice Alain Hervé, es que a estas alturas, si queremos conservar la vida, hay que cambiarla.
Pero a lo que iba, mi actitud ante el problema -actitud pesimista, insisto- no es nueva. Desde que tuve la mala ocurrencia de ponerme a escribir, me ha movido una obsesión antiprogreso, no porque la máquina me parezca mala en sí, sino por el lugar en que la hemos colocado con respecto al hombre. Entonces, mis palabras de esta noche no son sino la coronación de un largo proceso que viene clamando contra la deshumanización progresiva de la Sociedad y la agresión a la Naturaleza, resultados, ambos, de una misma actitud: la entronización de las cosas. Pero el hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la Naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica, lo hemos despojado de su esencia. Esto es lo que trasluce, imagino, de mis literaturas y lo que quizá indujo a Torrente Ballester a afirmar que para mí "el pecado estaba en la ciudad y la virtud en el campo". En rigor, antes que menosprecio de corte y alabanza de aldea, en mis libros hay un rechazo de un pregreso que envenena la corte e incita a abandonar la aldea. Desde mi atalaya castellana, o sea, desde mi personal experiencia, en esta problemática la que he tratado de reflejar en mis libros. Hemos matado la cultura campesina pero no la hemos sustituido por nada, al menos, por la noble. Y la destrucción de la Naturaleza no es solamente física, sino una destrucción de su significado para el hombre, una verdadera amputación espiritual y vital de este. Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurtre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante.
El éxodo rural, por lo demás, es un fenómeno universal e irremediable. Hoy nadie quiere parar en los pueblos porque los pueblos son el símbolo de la estrechez, el abandono y la miseria. Julio Senador advertía que el hombre puede perderse lo mismo por necesidad que por saturación. Lo que no imaginaba Senador es que nuestros reiterados errores pudieran llevarle a perderse por ambas cosas a la vez, al hacer tan invisible la aldea como la megápolis. Los hombres de la segunda era industrial no hemos acertado a establecer la relación Técnica-Naturaleza en términos de concordia y a la atracción inicial de aquella concentrada en las grandes urbes, sucederá un movimiento de repliegue en el que el hombre buscará de nuevo su propia personalidad, cuando ya tal vez sea tarde porque la Naturaleza como tal habrá dejado de existir.
En esta tesitura, mis personajes se resisten, rechazan la masificación. Al presentárseles la dualidad Técnica-Naturaleza como dilema, optan resueltamente por esta que es, quizá, la última oportunidad de optar por el humanismo. Se trata de seres primarios, elementales, pero que no abdican de su humanidad; se niegan a cortar las raíces. A la sociedad gregaria que les incita, ellos oponen un terco individualismo. En eso, tal vez, resida la última diferencia entre mi novela y la novela objetiva o behaviorista. Ramón Buckley ha interpretado bien mi obstinada oposición al gregarismo cuando afirma que en mis novelas yo me ocupo "del hombre como individuo y busco aquellos rasgos que hacen de cada persona un ser único, irrepetible". Es esta, quizá, la última razón que me ha empujado a los medios rurales para escoger los protagonistas de mis libros. La ciudad uniforma cuanto toca; el hombre enajena en ella sus perfiles característicos. La gran ciudad es la excrecencia y, a la vez, el símbolo del actual progreso. De aquí que el Isidoro, protagonista de mi libro "Viejas historias de Castilla la Vieja", la rechace y exalte la aldea como último reducto del individualismo.
Esto ya expresa en mis personajes una actitud ante la vida y un desdén explícito por un desarrollo desintegrador y deshumanizador, el mismo que induce a Nini, el niño sabio de "Las Ratas", a decir a Rosalino, el Encargado, que le presenta el carburador de un tractor averiado, "de eso no sé, señor Rosalino, eso es inventado". Esta respuesta displicente no envuelve un rechazo de la máquina, sino un rechazo de la máquina en cuanto obstáculo que se interpone entre los corazones de los hombres y entre el hombre y la Naturaleza. Mis personajes son conscientes, como lo soy yo, su creador, de que la máquina, por un error de medida, ha venido a calentar el estómago del hombre, pero ha enfriado el corazón.
Mis personajes, por otro lado, hablan poco, es cierto, son más contemplativos que locuaces, pero antes que como recurso para conservar su individualismo, como dice Buckley, es por escepticismo, porque han comprendido que a fuerza de degradar el lenguaje lo hemos inutilizado para entendernos. De aquí que el Ratero se exprese por monosílabos; Menchu en su monólogo interminable, absolutamente vacío; y Jacinto San José trate de inventar un idioma que lo eleve sobre la mediocridad circundante y evite su aislamiento. Mis personajes no son, pues, asociales, insociables ni insolidarios, sino solitarios a su pesar. Ellos declinan un progreso mecanizado y frío, es cierto, pero, simultáneamente, este progreso los rechaza a ellos, porque un progreso competitivo, donde impera la ley del más fuerte, dejará ineluctablemente en la cuneta a los viejos, los analfabetos, los tarados y los débiles. Y aunque un día llegue a ofrecerles un poco de piedad organizada, una ayuda -no ya en cuanto a semejantes sino en cuanto a perturbadores de su plácida digestión- siempre estará ausente de ella el calor. "El hombre es un ser vivo en equilibrio con los demás seres vivos", ha dicho Faustino Cordón. Y así debería ser, pero nosostros, nuestro progreso despiadado, ha roto nuestro equilibrio con otros seres y de unos hombres con otros hombres. De esta manera son muchas las criaturas y pueblos que, por expresa renuncia o porque no pudieron, han dejado pasar el tren de la abundancia y han quedado marginados. Son seres humillados y ofendidos -la Desi, el viejo Eloy, el Tío Ratero, el Barbas, Pacífico, Sebastián....- que inutilmente esperan, aquí en la Tierra, algo de un Dios eternamente mudo y de un prójimo cada día más remoto. Estas víctimas de un desarrollo tecnológico implacable, buscan en vano un hombro donde apoyarse, un corazón amigo, un calor, para constatar, a la postre, como el viejo Eloy de "La hoja Roja", que "el hombre al meter el calor en un tubo creyó haber resuelto el problema pero, en realidad, no hizo sino crearlo porque era inconcebible un fuego sin humo y de esta manera la comunidad se había roto".
Seguramente esta estimación de la sociedad en la que vivimos es lo que ha movido a Francisco Umbral y Eugenio de Nora a atribuir a mis escritos un sentido moral. Y, en verdad, es este sentido moral lo único que se me ocurre oponer, como medida de urgencia, a un progreso cifrado en el constante aumento del nivel de vida. A mi juicio, el primer paso para cambiar la actual tendencia del desarrollo, y, en consecuencia, de preservar la integridad del hombre y de la Naturaleza, radica en ensanchar la conciencia moral universal. Esta conciencia moral universal, fue, por encima del dinero y de los intereses políticos, la que detuvo la intervención americana en el Vietnan y la que viene exigiendo juego limpio en no pocos lugares de la Tierra. Esta conciencia, que encarno preferentemente en un amplio sector de la juventud, que ha heredado un mundo sucio en no pocos aspectos, justifica mi esperanza. Muchos jóvenes del este y del oeste reclaman hoy un mundo más puro, seguramente, como dice Burnet, por ser ellos la primera generación con DDT en la sangre y estroncio 90 en sus huesos.
Porque si la aventura del progreso, tal como hasta el día la hemos entendido, ha de traducirse inexorablemente en un aumento de la violencia y la incomunicación; de la autocracia y la desconfianza; de la injusticia y la prostitución de la Naturaleza; del sentimiento competitivo y del refinamiento de la tortura; de la explotación del hombre por el hombre y la exaltación del dinero, en ese caso, yo, gritaría ahora mismo, con el protagonista de una conocida canción americana: "¡ Qué paren la Tierra, quiero apearme"!
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